Había una vez un organillero muy ingenioso que había entrenado a un mono para darle vuelta a la manivela del órgano. Cada semana el organillero componía una nueva canción para que el órgano sonara diferente. Pero el mono lo único que sabía era que sólo con darle vuelta, el órgano hacía música.
Un buen día, el organillero se enfermó y el mono le dijo “no te preocupes amo, yo salgo solo a dar el espectáculo”. Y sí, gracias al mono, se pudo dar el show. Una persona que pasaba por ahí y nunca había visto el espectáculo, creyó que el mono era una maravilla y le pregunto, -¿tu eres el que hace la música?, -¡pero claro!, le respondió entusiasmado el mono. El hombre habló con el organillero y le ofreció una suma muy fuerte para comprarle al mono. Oferta que no pudo rechazar.
El hombre compró un gran órgano de tubos de bronce y madera fina así como un hermoso traje sastre a la medida para el mono; -¡Anda toca y haznos ricos!, le dijo al mono.
Éste, feliz y emocionado hizo lo que sabía hacer: darle la vuelta a la manivela. Pero no salía ningún sonido del órgano. EL mono daba vueltas rápido, despacio, a un lado y al otro pero no se escuchaba sonido alguno.
-¡Pero qué pasa!, ¿es que no dijiste tú que eras el que hacía la música? El mono, avergonzado, se dio cuenta que él sólo sabía darle vuelta a una manivela, pero que algo más debía hacer su antiguo amo para que se escucharan esas melodías. El mono huyó y el hombre se quedó con un instrumento que ni él ni el mono comprendían. Porque la música la hace un músico, ni el órgano, ni el mono.